Todos llevamos con nosotros un niño que se nos fue perdiendo en el tiempo: las brumas de sus primeras vivencias, sus traumas infantiles, el encuentro de la bestia cercana, los fantasmas de la abuela con sus sombras, las liturgia del abuelo y sus lecciones luminosas, la escuela irrepetible de los juegos con las pandillas callejeras, las mujeres, esas criaturas mágicas como estrellas que determinaron mi camino, la familia y sus dolorosos equipajes, el descubrimiento de la amistad.
El niño que se hace adolescente entre fiebres desmesuradas y lecturas insomnes, en las acampadas con sus hogueras, con el contacto directo con la naturaleza, determinante en su futo.
La juventud de las encrucijadas, los dilemas, las trampas de la sangre.
La vida adulta en la que vamos arrastrando las cadenas y grilletes que nos hemos ido poniendo apenas sin darnos cuenta, como murallas infranqueables o armaduras que te alejan de ti mismo.
La vejez como una edad regalada para poner en orden las cosas, tener largas charlas con el niño, perdonarnos.
El niño y el tiempo es nuestra vida irrepetible en el Cosmos, ese Cosmos que nos hace por dentro y por fuera.
Desde la primera hasta la última página establezco contigo un diálogo directo, de tú a tú, donde me desnudo hasta el alma.
Tú estás en el espejo, al otro lado de la hoja, y es en nuestro encuentro, cuando me reconoces y me tocas, que yo vivo mi catarsis, mi exorcismo en las palabras, mi metamorfosis de crisálidas, como mis adorados gusanos de seda.
Porque la vida solo tiene sentido en el nosotros, jamás en el ego con sus disfraces.
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